
Uno de los recuerdos de mi infancia del día de Navidad de cada año es muy simple pero rico y profundo. En algún momento durante el día de Navidad, mi padre hacía una pausa y decía con alegría y gratitud: “¡El Señor nos ha permitido vivir para ver otro día de Navidad!”. En medio de todo lo que sucedía el día de Navidad (los regalos, la comida, las reuniones familiares, los recuerdos creados y compartidos), recuerdo el enunciado de mi padre como uno de mis recuerdos navideños más profundos. Cuando era niño, su enunciado me hacía que volviera a centrarme por un momento y me hacía recordar que debía tener presente a Dios ese día.
Como adulto, he llegado a apreciar más y más profundamente el enunciado de mi padre. Hoy me recuerda mirar al Señor el día de Navidad y agradecerle por tantas bendiciones; las bendiciones del gozo navideño y todas sus manifestaciones, y las muchas otras bendiciones que Dios derrama sobre nosotros no sólo el día de Navidad sino todos los días del año.
De muchas maneras, aprendemos la sabiduría de nuestros padres a medida que nos hacemos mayores. Con tal conocimiento y comprensión de la sabiduría de nuestros padres, digo este enunciado el día de Navidad y en otros días festivos. Pero cuando recuerdo a mi padre y me sumerjo en la profunda riqueza espiritual de su enunciado, éste conlleva un sentimiento único el día de Navidad.
“El Señor nos ha permitido vivir para ver otro día de Navidad”. El día de Navidad y toda la temporada navideña son en verdad un tiempo de gracia y santidad. Como ningún otro tiempo del año de la Iglesia, la Navidad puede inspirar incluso al corazón humano adulto a buscar volver a ser “niño” en la presencia de Dios. Muchos recuerdos navideños y ricas tradiciones han quedado profundamente grabados en nuestros corazones. En la Navidad, somos nuevamente invitados a arraigarnos en el amor de Dios, revelado en el niño nacido en Belén.
En uno de los Prefacios de Navidad leemos lo siguiente sobre el nacimiento de Jesucristo en Belén: “Quien en el misterio santo que hoy celebramos, siendo invisible en su naturaleza divina, se hizo visible al asumir la nuestra, y engendrado antes de todo tiempo, comenzó a existir en el tiempo; para devolver su perfección a la creación entera, reconstruyendo en su persona cuanto en el mundo yacía derrumbado y para llamar de nuevo al hombre caído al Reino de los cielos”, la Navidad nos llama de nuevo al Reino de los cielos, a todo lo que Dios ha prometido a los que siguen tras las huellas del niño nacido en Belén. Al llegar a nosotros como alguien como nosotros, la Encarnación de Jesucristo y su nacimiento en Belén marcaron el comienzo de una experiencia radicalmente nueva del amor de Dios por nosotros.
En el nacimiento de Jesucristo, nuestra relación con Dios cambió para siempre. En la silenciosa vigilia de esa primera noche de Navidad, Dios se unió a nosotros a través de Jesucristo con un vínculo que no se puede romper. El día de Navidad y la temporada navideña ofrecen muchas oportunidades de gracia para recordar y renovar esta relación con nuestro Dios. Es bueno saber que la alegría, la paz y la esperanza de la Navidad son nuestras una vez más para celebrarlas y recibirlas. Es bueno saber que por estas razones y muchas más, debemos regocijarnos de que “¡El Señor nos ha permitido vivir para ver otro día de Navidad!”
Que en estos días de nuestra alegría navideña, usted y todos sus seres queridos experimenten verdaderamente y luego compartan con los demás el gran amor que Dios ha mostrado por nosotros en el nacimiento y don de su único Hijo. Que el Año Nuevo traiga únicamente el cumplimiento de las maravillosas promesas de alegría de Dios para nuestro mundo y para toda la humanidad.
Sepan que todos aquí en la Arquidiócesis de Louisville compartirán un recuerdo especial en mi celebración de la Eucaristía en Nochebuena y Navidad.
¡Les deseo una Feliz Navidad y un Próspero Año Nuevo a todos! ¡La paz sea con ustedes!